Crisis financieras, ayer y hoy

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Pablo Martín-Aceña

¿Es la actual crisis una nueva Gran Depresión como la de 1929?

En el verano de 2007 la economía mundial se frenó en seco y un año después entró en caída libre. Terminó de manera brusca un largo ciclo expansivo que había comenzado a mediados de los años noventa, caracterizado por altas tasas de crecimiento, niveles de precios estables y desempleo relativamente reducido. Se quebró una vez más la ilusión de que la economía mundial había dejado atrás la era de los ciclos y que las innovaciones asociadas con la «Nueva Economía» aseguraban una senda de expansión ininterrumpida. Se quebró un espejismo: la economía de mercado, de libre concurrencia, que produce tanto bienestar para tanta gente, no asegura sin embargo un crecimiento sostenido sin fluctuaciones. Lo dijo el gran economista austríaco, Joseph Schumpeter: el sistema de vez en cuando se paraliza y provoca agudas crisis que son imposibles de predecir y complicadas de curar.
Tiempo atrás, en otro cambio de circunstancias brusco, en el otoño de 1929, se produjo una catastrófica caída de las cotizaciones de la Bolsa de Nueva York. Las fechas del 24 y el 29 de octubre marcaron el siglo XX porque fueron puntos de partida de una profunda recesión económica y de un derrumbe financiero sin precedentes. Fue un acontecimiento inesperado, que pocos anticiparon, y cuyas consecuencias y significado casi nadie pudo prever, excepto Maynard Keynes que en 1931 escribió: “estamos inmersos en la mayor catástrofe económica del mundo moderno…cabe la posibilidad de que cuando esta crisis sea examinada (en el futuro), se considere que marcó uno de los mayores puntos de inflexión”. El genial economista de Cambridge acertó: después de 1929 el mundo ya no fue igual. La Gran Depresión, con sus secuelas en forma de paro y deflación, dejó una huella imborrable. Su recuerdo está asociado a la consolidación del fascismo, el ascenso del nazismo y la segunda guerra mundial.
¿Estamos ante una nueva Gran Depresión como la iniciada hace ochenta años? ¿Hemos sido arrastrados por acontecimientos similares a los acaecidos en 1929?¿Hemos cometido y estamos incurriendo en los mismos errores que condujeron a la peor crisis del capitalismo moderno? ¿Es nuestra actual crisis similar o diferente a la de los años treinta? Tolstoi, en el célebre comienzo de Ana Karenina, nos dice que «las familias felices son todas iguales; y las familias infelices los son cada una a su manera». A los períodos de auge y a las recesiones económicas les pasa lo mismo. Y las crisis, como las familias infelices, lo son cada una a su manera: tienen rasgos comunes y también caracteres diferentes.
Ambos fueron acontecimientos inesperados, o al menos los expertos fueron incapaces de predecirlos. El crac bursátil de octubre de 1929 pilló por sorpresa a la mayoría de los operadores y políticos. El presidente de los Estados Unidos, Calvin Coolidge declaraba en diciembre de 1928, justo al final de su mandato: «en ningún otro momento el Congreso se ha reunido en medio de tanta prosperidad y tranquilidad». También Andrew Mellon, secretario del Tesoro, en declaraciones a principios de 1929, cuando la economía norteamericana daba ya signos de debilidad había afirmado que «no hay motivos para preocuparse; la ola de prosperidad continuará». En los meses previos al anuncio de las dificultades de Bear Stearns en marzo de 2008 o poco antes de la quiebra de Lehman Brothers, en el mes de septiembre, las voces avisando de un posible colapso financiero eran pocas y apenas audibles. El consenso generalizado era que la globalización y el libre funcionamiento del mercado habían proporcionado una larga etapa de crecimiento, cierto que con algunos sobresaltos. El crac del 29 y la Gran Depresión tuvieron su epicentro en los Estados Unidos. La caída vertical y prolongada de la Bolsa provocó fuertes pérdidas a los inversores que recortaron sus niveles de gasto, mientras que las familias, altamente en endeudadas y con carteras de activos cada vez más deterioradas se encontraron sin liquidez para hacer frente a sus compromisos. La incertidumbre hizo que los consumidores y productores revisaran a la baja sus expectativas. Unos aplazaron sus compras y los otros ante el empeoramiento de las condiciones de mercado y desconcertados por la situación general paralizaron sus inversiones. Esta primera crisis del siglo XXI también ha tenido su centro de arranque en los Estados Unidos, cuando en junio de 2007 se conocieron las pérdidas de varios «hedge funds» pertenecientes a importantes bancos de inversión. De ahí los problemas se trasladaron a las grandes entidades financieras y finalmente al sector real.
Lo acontecido en los años treinta y la recesión actual comparten asimismo el carácter de global. La depresión de los años treinta en los Estados Unidos se extendió como una mancha de aceite que terminó incidiendo en lugares tan alejados como la pampa argentina, donde los ganaderos se vieron afectados por la caída del precio de la carne; los cultivadores de arroz en la India contemplaron de manera similar como descendían sus ingresos, y los obreros de la minería vasca como se reducían las exportaciones de mena hacia los mercados europeos. Ahora hemos podido observar cómo la burbuja inmobiliaria americana, desde los chalets de Florida y las macmansiones de California, han causado una catástrofe económica y financiera en la pequeña Islandia y han terminado con los milagros irlandés y español.
Nuestra crisis se ha producido tras un largo período de crecimiento en el que han participado la gran mayoría de países industrializados y emergentes; ese crecimiento ha estado acompañado de cambios estructurales derivados en buena medida de un intenso cambio tecnológico, vinculado sobre todo al ámbito de la información y las comunicaciones. Las economías son más abiertas y están más expuestas a la competencia internacional. La renovación tecnológica exige ajustes rápido ante cualquier perturbación y en el caso de que no se produzcan esos ajustes vía precios, los desequilibrios se corregirán vía cantidades (descenso de la producción y del empleo) lo que suele llevar más tiempo y ser más penoso. De modo análogo, al examinar las causas de la Gran Depresión deben incluirse los desequilibrios económicos gestados durante la década de los veinte sin los cual no se puede comprender la dureza y la duración de la misma.
Ahora bien, no todo son parecidos entre el ayer y el hoy: de hecho existen diferencias notables. Una primera la encontramos en el ámbito de la política. Hoy vivimos un mundo ideológicamente menos tensionado y más próspero y por tanto con mayor capacidad de resistencia. Tenemos un consenso básico sobre las virtudes y ventajas del sistema de economía de mercado frente a mecanismo de asignación y distribución alternativos; el mundo no se enfrenta a los desafíos de los años treinta, como el comunismo o el nazismo que proponían una modelo de sociedad diferente y destruyeron en muchos lugares la democracia y el libre mercado. Con la caída de la Unión Soviética y la conversión al capitalismo de China ha desaparecido la gruesa línea ideológica y política que separaba el mundo.
Un segundo consenso afecta al papel del Estado. Libres de los corsés ideológicos heredados del siglo XIX que atenazaron las reacciones de las autoridades económicas de entonces, hoy sabemos que la intervención del Estado es compatible con una sociedad libre y con el funcionamiento del mercado. La crisis actual ha revaluado el papel del Estado como garante de la estabilidad. De hecho, el Estado ha vuelto y lo ha hecho a lo grande. La cooperación internacional es un tercer hecho diferencial. En los años treinta todos los intentos de alcanzar acuerdos supranacionales fracasaron de manera estrepitosa. En 1930 el conflicto sobre reparaciones y la arquitectura de alianzas y bloques comerciales impidieron que franceses y alemanes llegasen a un entendimiento que quizá hubiese evitado la quiebra del patrón oro. En 1931 los banqueros centrales de las principales potencias, en Londres, París y Berlín, no fueron capaces de tomar medidas que impidiesen la crisis financieras de 1931. La diferencia con la atmósfera de esta primera década del siglo XXI es bien distinta. No sólo se dispone de foros de alcance mundial, tal como el Fondo Monetario Internacional, sino también de grupos de consulta formal, tales como el G7 o más recientemente el G20, con una amplia participación de las nuevas potencias emergentes, además de la vieja Rusia. Se dispone, además, del foro permanente que supone la Unión Europea sin duda el mejor invento institucional de la segunda posguerra.
Una cuarta diferencia que no debe pasarse por alto es el progreso en nuestro conocimiento estadístico y en nuestra capacidad analítica. Durante la Segunda Guerra Mundial y años posteriores se perfeccionaron los instrumentos de medición económica y se dieron pasos de gigante en el ámbito de la contabilidad nacional. Ahora existen los medios, índices, para conocer casi en tiempo real, o con breves retrasos, el estado de la economía. Más trascendente ha sido la revolución macroeconómica a raíz de la publicación y difusión de la Teoría General de John Maynard Keynes. De hecho, la macroeconomía moderna es un producto de la Gran Depresión. Gracias a las aportaciones del genial economista de Cambridge hemos aprendido a gestionar la demanda agregada, aunque en ocasiones se comentan errores.
No, no estamos ante una repetición de los acontecimientos de la década de los años treinta. No obstante debemos ser cautos y no proclamar victoria prematuramente porque no debe olvidarse que las crisis financieras dejan profundas cicatrices tanto en los prestamistas como en los prestatarios. Como ha señalado Krugman, la recuperación será lenta y complicada y requiere la recomposición del ahorro de las familias y de las empresas y hasta que esto no suceda no se restablecerá la confianza, clave de bóveda del sistema de economía de mercado.
Por Pablo Martín-Aceña
23 de enero de 2012

Catedrático de Historia Económica de la Universidad de Alcalá y uno de los más prestigiosos historiadores económicos de nuestro país, autor de destacadas publicaciones sobre la hacienda, la banca y las crisis económicas en la historia. Como la de los años treinta, la actual crisis ha sido imprevista, de gran intensidad y alcance, tuvo su epicentro en EEUU y se ha extendido rápidamente alcanzando un carácter global. Pero a diferencia de entonces, vivimos en un mundo más próspero, con consensos básicos acerca del mercado y del papel del Estado, que ha desarrollado escenarios de cooperación e instituciones multilaterales y que dispone de mayor información y mejor capacidad analítica del instrumental económico. Por eso, pese a la dureza de la actual crisis, concluye el autor que no podemos considerar que nos encontremos ante una repetición de la Gran Depresión.

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