Economía conductual y políticas públicas (Parte II)

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Economía conductual y políticas públicas (Parte II)

21/03/2014 | Tim Harford – Financial Times Español

La línea que divide la economía conductual de la psicología puede ser un poco borrosa. La economía conductual está basada en el tradicional modelo “neoclásico» de comportamiento humano utilizado por los economistas. Este modelo, esencialmente matemático, dice que las decisiones humanas pueden ser modeladas de manera utilitaria tal y como si nuestras decisiones fueran el resultado de una ecuación diferencial. Agreguemos la psicología a la mezcla – por ejemplo, el descubrimiento de Kahneman (junto al desaparecido Amos Tversky) de que valoramos de manera diferente la posibilidad de una pérdida de la de una ganancia – y la labor de los economistas conductuales es incorporar estas ideas sin dejar de lado la naturaleza matemática del modelo.

¿Para qué preocuparnos con las matemáticas? Veamos el ejemplo de, por decir, mejorar la eficiencia energética. Un psicólogo puede señalar que los consumidores son impacientes, están poco informados y son fácilmente influenciables por lo que hacen sus vecinos. Es labor del economista conductual el descubrir cómo funcionarán los mercados de la energía en estas condiciones, y qué efectos se pueden esperar si se ponen en práctica políticas tales como un impuesto a la calefacción doméstica o un subsidio al aislamiento térmico.

Es este deseo de mantener la información matemática olvidando la hiper-racionalidad lo que conlleva tener compromisos difíciles, que no dejan a todos contentos. Los economistas tradicionales argumentan que la economía conductual está ahora hecha un mosaico sin orden; algunos psicólogos dicen que se intenta ser demasiado sistemático.

Nick Chater, psicólogo de la Escuela de Negocios de Warwick y consejero del BIT, es un crítico cordial del enfoque de la economía conductual. Dice que “El cerebro es la cosa más racional del universo, pero la manera en que resuelve problemas es ad hoc y muy local”. Esto sugiere que los intentos de formular leyes generales de comportamiento humano pueden no ser más que guías imprecisas para las políticas.

La crítica más conocida a la economía conductual proviene del psicólogo Gerd Gigerenzer, del Instituto Max Planck para el Desarrollo Humano. Gigerenzer sostiene que no tiene sentido seguir añadiendo cosas a una narrativa matemática del comportamiento humano que, al final, nada tiene que ver con los procesos cognitivos reales.

Le planteo esta crítica a David Laibson, economista conductual de la Universidad de Harvard. Él acepta que Gigerenzer tiene algo de razón, pero agrega: “Los modelos heurísticos de toma de decisiones de Gerd son excelentes para el campo específico para el cual fueron diseñados pero no son modelos generales de comportamiento”. En otras palabras, no serás capaz de utilizarlas para saber cómo la gente debería, o debe, presupuestar sus Navidades o cuidar el límite en su tarjeta de crédito durante un periodo de desempleo.

Richard Thaler, de la Universidad de Chicago, quien junto a Kahneman y Tversky, es padre fundador de la economía conductual, coincide. Descartar el marco básico de la economía neoclásica significaría “tirar a la basura mucho conocimiento útil”.

Para algunos economistas, sin embargo, la economía conductual ha cedido mucho al mosaico de la psicología. David K. Levine, economista de la Universidad Washington en St Louis, y autor de ¿Está condenada la economía conductual? (2012), dice: “Hay una tendencia a proponer una teoría nueva para explicar cada hecho nuevo. El mundo no necesita miles de diferentes teorías para explicar miles de diferentes hechos. En cierto punto habrá necesidad de ajustarse y tratar de explicar muchos hechos con una sola teoría”.

El reto para la economía del comportamiento es basarse en el modelo neoclásico para obtener realismo psicológico sin convertirse en un amasijo de casos especiales. Algunos dicen que el caso especial de más éxito lo obtuvo David Laibson, de Harvard. Es una adaptación matemática diseñada para representar un tipo especial de corto-placismo que nos lleva a apuntarnos a un gimnasio y sin embargo nunca ir a hacer ejercicio. Se llama “descuento hiperbólico”, nombre que se refiere a una curva matemática, la cual dice mucho acerca de la manera en que los economistas conductuales representan la psicología humana.

La cuestión es ¿Cuántos casos especiales pueden apoyarse en la economía conductual antes de convertirse en arbitrarios y poco manejables? Dice Kahneman que “No más de uno o dos a la vez”. “Se puede ser capaz de manejar dos pero ciertamente no con muchos factores”. Como Kahneman, Thaler cree que un pequeño número de modelos específicos de economía conductual ya han probado su valor. Y sostiene que tratar de unificar todas las ideas sicológicas en un solo modelo no tiene sentido. “Siempre he dicho que si uno quiere una teoría unificada de la economía conductual no se logrará mejorar el desempeño del modelo neoclásico, el cual no es especialmente bueno para describir cómo se toman las decisiones”.

Mientras tanto, los políticos especializados se alejan del reto diferente de llevar a cabo experimentos rigurosos de política pública. Hay algo de insatisfactorio acerca de cómo estos experimentos políticos a menudo han confirmado lo que debería haber sido obvio. Un experimento, por ejemplo, mostró que enviar recordatorios a través de mensajes de texto incrementaba la proporción de gente que pagaba sus multas. Esto ahorra
ba a todos el problema de tener que llamar a la policía.
Otros experimentos han demostrado que cartas escritas con claridad que incluyan lo importante en forma de lista provocan tasas de respuesta más altas.

Nada de esto requiere el uso de sofisticados modelos matemáticos de descuento hiperbólico o de aversión a la pérdida. Esto es materia obvia. Desafortunadamente es materia obvia que a menudo se deja de lado por la burocracia. Es difícil objetar pruebas baratas que demuestran un mejor camino. Nick Chater llama a esta “una idea obvia”, mientras que Kahneman dice “se pueden obtener ganancias modestas con un coste prácticamente nulo”.

David Halpern, consejero de Tony Blair durante su gobierno, fue propuesto por el gobierno de coalición británico en 2010 para establecer el BIT. Dice que la idea de llevar a cabo pruebas aleatorias en el gobierno ya ha tomado vuelo. La Autoridad de Finanzas Conductuales también utiliza la aleatoriedad para desarrollar cartas más efectivas para las personas que pudieron haber comprado productos financieros no aptos para ellos. “Este cambio hacia el radicalismo incrementalista es mucho más importante que algunas de las grandiosas propuestas que hay por ahí”, dice Halpern.

No todo el mundo coincide. En 2010 los economistas conductuales George Loewenstein y Peter Ubel, escribieron en The New York Times que “La economía conductual está siendo utilizada como facilitador político, permitiendo a los legisladores evitar soluciones dolorosas pero más efectivas basadas en la economía tradicional”.

Por ejemplo, en mayo de 2010, justo antes de llegar al poder, David Cameron elogió la economía conductual en una charla TED. Ahí dijo “La mejor manera de hacer que alguien reduzca su factura eléctrica es mostrarle su propio gasto, mostrarle cuánto gastan sus vecinos, y luego mostrarle el gasto de un vecino que consume la energía de manera inteligente.

Pero Cameron se equivoca. La manera más sencilla de promover la eficiencia energética es, casi seguramente, elevar el precio de la energía. Un impuesto a las emisiones de carbón sería aún mejor, porque no solo animaría a la gente a ahorrar energía sino a cambiarse a fuentes de energía que emitan menos carbón a la atmósfera. El atractivo del enfoque conduc
tual no es que sea más efectivo sino que es menos impopular.

Thaler señala la experiencia de Cass Sunstein, coautor de Nudge, quien pasó cuatro años en la Casa Blanca como zar regulatorio durante la administración Obama. “Cass quería un impuesto sobre el petróleo pero no lo pudo implementar, así que impulsó elevar el estándar de eficiencia en el consumo de combustible. Sabemos que esto no es tan eficiente como elevar el impuesto sobre el petróleo – pero esta medida tendría suerte si obtuviera un solo voto positivo en el Congreso”.

¿Deberíamos intentar algo más ambicioso que la economía conductual? Dice Kahneman que “No sé si ya sabemos lo suficiente como para ser más ambiciosos, pero el conocimiento que actualmente existe en psicología se utiliza de manera adecuada”.

Paso a paso la economía conductual ha avanzado mucho, dice Laibson, citando políticas de ahorro en los EE. UU. “Cada aspecto de ese ambiente está ahora modificado para influenciar el comportamiento”. El Reino Unido ha seguido esto con las nuevas pensiones con auto-enrolamiento, inspirado directamente por el trabajo de Thaler.

Laibson dice que la economía conductual apenas empieza a extender su influencia sobre las políticas públicas. “El vaso está al 95% vacío pero no hay razón para dudar de que se llenará por completo”.

Behavioural economics and Public Policy (Part II)

03/21/2014 | Tim Harford – Financial Times English

The line between behavioural economics and psychology can get a little blurred. Behavioural economics is based on the traditional «neoclassical» model of human behaviour used by economists. This essentially mathematical model says human decisions can usefully be modelled as though our choices were the outcome of solving differential equations. Add psychology into the mix – for example, Kahneman’s insight (with the late Amos Tversky) that we treat the possibility of a loss differently from the way we treat the possibility of a gain – and the task of the behavioural economist is to incorporate such ideas without losing the mathematically-solvable nature of the model.

Why bother with the maths? Consider the example of, say, improving energy efficiency. A psychologist might point out that consumers are impatient, poorly-informed and easily swayed by what their neighbours are doing. It’s the job of the behavioural economist to work out how energy markets might work under such conditions, and what effects we might expect if we introduced policies such as a tax on domestic heating or a subsidy for insulation.

It’s this desire to throw out the hyper-rational bathwater yet keep the mathematically tractable baby that leads to difficult compromises, and not everyone is happy. Economic traditionalists argue that behavioural economics is now hopelessly patched-together; some psychologists claim it’s still attempting to be too systematic.

Nick Chater, a psychologist at Warwick Business School and an adviser to the BIT, is a sympathetic critic of the behavioural economics approach. «The brain is the most rational thing in the universe», he says, «but the way it solves problems is ad hoc and very local.» That suggests that attempts to formulate general laws of human behaviour may never be more than a rough guide to policy.

The most well-known critique of behavioural economics comes from a psychologist, Gerd Gigerenzer of the Max Planck Institute for Human Development. Gigerenzer argues that it is pointless to keep adding frills to a mathematical account of human behaviour that, in the end, has nothing to do with real cognitive processes.

I put this critique to David Laibson, a behavioural economist at Harvard University. He concedes that Gigerenzer has a point but adds: «Gerd’s models of heuristic decision-making are great in the specific domains for which they are designed but they are not general models of behaviour.» In other words, you’re not going to be able to use them to figure out how people should, or do, budget for Christmas or nurse their credit card limit through a spell of joblessness.

Richard Thaler of the University of Chicago, who with Kahneman and Tversky is the founding father of behavioural economics, agrees. To discard the basic neoclassical framework of economics means «throwing away a lot of stuff that’s useful».

For some economists, though, behavioural economics has already conceded too much to the patchwork of psychology. David K Levine, an economist at Washington University in St Louis, and author of Is Behavioral Economics Doomed? (2012), says: «There is a tendency to propose some new theory to explain each new fact. The world doesn’t need a thousand different theories to explain a thousand different facts. At some point there needs to be a discipline of trying to explain many facts with one theory.»

The challenge for behavioural economics is to elaborate on the neoclassical model to deliver psychological realism without collapsing into a mess of special cases. Some say that the most successful special case comes from Harvard’s David Laibson. It is a mathematical tweak designed to represent the particular brand of short-termism that leads us to sign up for the gym yet somehow never quite get around to exercising. It’s called «hyperbolic discounting», a name
that refers to a mathematical curve,
and which says much about the way behavioural economists represent human psychology.

The question is, how many special cases can behavioural economics sustain before it becomes arbitrary and unwieldy? Not more than one or two at a time, says Kahneman. «You might be able to do it with two but certainly not with many factors.» Like Kahneman, Thaler believes that a small number of made-for-purpose behavioural economics models have proved their worth already. He argues that trying to unify every psychological idea in a single model is pointless. «I’ve always said that if you want one unifying theory of economic behaviour, you won’t do better than the neoclassical model, which is not particularly good at describing actual decision making.»

Meanwhile, the policy wonks plug away at the rather different challenge of running rigorous experiments with public policy. There is something faintly unsatisfying about how these policy trials have often confirmed what should have been obvious. One trial, for example, showed that text message reminders increase the proportion of people who pay legal fines. This saves everyone the trouble of calling in the bailiffs. Other trials have shown that clearly-written letters with bullet-point summaries provoke higher response rates.

None of this requires the sophistication of a mathematical model of hyperbolic discounting or loss aversion. It is obvious stuff. Unfortunately it is obvious stuff that is often neglected by the civil service. It is hard to object to inexpensive trials that demonstrate a better way. Nick Chater calls the idea «a complete no-brainer», while Kahneman says «you can get modest gains at essentially zero cost«.

David Halpern, a Downing Street adviser under Tony Blair, was appointed by the UK coalition government in 2010 to establish the BIT. He says that the idea of running randomised trials in government has now picked up steam. The Financial Conduct Authority has also used randomisation to develop more effective letters to people who may have been missold financial products. «This shift to radical incrementalism is so much more important than some of the grand proposals out there,» says Halpern.

Not everyone agrees. In 2010, behavioural economists George Loewenstein and Peter Ubel wrote in The New York Times that «behavioural economics is being used as a political expedient, allowing policy makers to avoid painful but more effective solutions rooted in traditional economics.»

For example, in May 2010, just before David Cameron came to power, he sang the praises of behavioural economics in a TED talk. «The best way to get someone to cut their electricity bill,» he said, «is to show them their own spending, to show them what their neighbours are spending, and then show what an energy-conscious neighbour is spending.»

But Cameron was mistaken. The single best way to promote energy efficiency is, almost certainly, to raise the price of energy. A carbon tax would be even better, because it not only encourages people to save energy but to switch to lower-carbon sources of energy. The appeal of a behavioural approach is not that it is more effective but that it is less unpopular.

Thaler points to the experience of Cass Sunstein, his Nudge co-author, who spent four years as regulatory tsar in the Obama White House. «Cass wanted a tax on petrol but he couldn’t get one, so he pushed for higher fuel economy standards. We all know that’s not as efficient as raising the tax on petrol – but that would be lucky to get a single positive vote in Congress.»

Should we be trying for something more ambitious than behavioural economics? «I don’t know if we know enough yet to be more ambitious,» says Kahneman, «But the knowledge that currently exists in psychology is being put to very good use.»

Small steps have taken behavioural economics a long way, says Laibson, citing savings policy in the US. «Every dimension of that environment is now behaviourally tweaked.» The UK has followed suit, with the new auto-enrolment pensions, directly inspired by Thaler’s work.

Laibson says behavioural economics has only just begun to extend its influence over public policy. «The glass is only five per cent full but there’s no reason to believe the glass isn’t going to completely fill up.»

Copyright &copy «The Financial Times Limited«.
«FT» and «Financial Times» are trade marks of «The Financial Times Limited».
Translation for Finanzas para Mortales with the authorization of «Financial Times».
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