John Maynard Keynes

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Su obra de 1930 Tratado sobre el dinero (Treatise on Money) fue vista como el mejor trabajo de Keynes

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El compromiso con sus ideas

Un primer rasgo es el de intelectual. Para verlo conviene situarse al final de la guerra del 14. En aquel momento, Keynes es el representante oficial del Tesoro Británico en la Conferencia de la Paz de París, en la que se fijan las cantidades que, en concepto de reparaciones de guerra, Alemania deberá pagar a las potencias vencedoras en la primera guerra mundial. El diagnóstico de Keynes es sombrío: una larga noche espera a Europa si no se actúa con generosidad y visión de futuro. Suyas son estas premonitorias palabras en las que intuye el ascenso del nazismo: “ … y la paz se ha hecho en París. Pero el invierno se acerca. Los hombres no tienen nada que esperar, ni esperanzas que alimentar… Pero ¿quién puede decir hasta dónde se puede sufrir, o qué camino tomarán los hombres para lograr, al fin, la liberación de sus desgracias?”. Keynes es clarividente, pero no se conforma con ver. Dimite, vuelve al Reino Unido y cuenta lo que piensa en un libro célebre: “Las consecuencias económicas de la paz”, que publica rápidamente, en noviembre de 1919. Que el libro era necesario lo demostró posteriormente la historia, pero en aquel momento fue considerado muy poco oportuno: The Times llegó a calificarlo como una traición.

Keynes se nos muestra en este episodio como un pensador comprometido con sus ideas. Keynes no vivía en una torre de marfil, pero tampoco estaba al servicio de ideas que no hubiera hecho suyas. Era un pensador comprometido e independiente, que creía en el poder de las ideas: “Las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuando aciertan como cuando se equivocan, son más poderosas de lo que comúnmente se cree… Los hombres prácticos, que se creen libres de influencias intelectuales, acostumbran a ser esclavos de un economista difunto”. Por esta causa, por la importancia que le daba a «la gradual penetración de las ideas», es por lo que Keynes escribía asiduamente en la prensa, gracias a la cual contamos hoy con sus imperecederos y magistrales “Ensayos de persuasión”.

La amplitud de miras

Keynes fue grande como economista y por ello no es de extrañar que la ciencia económica le quedara corta. De ahí que se perdiera por la lógica o el arte dramático o que disfrutara del ambiente del Grupo de Bloomsbury. Dominaba la caja de herramientas del oficio de economista, pero nunca pensó que la economía fuera sólo artilugios y artificios. Por esa amplitud de miras y por su claridad de ideas fue capaz de ver lo que era evidente, pero nadie veía: que el «laissez faire» se había terminado y que la persistencia del desempleo en los 30 no era un problema coyuntural, sino que anunciaba el final del capitalismo competitivo y su sustitución por un nuevo capitalismo en el que la eficiencia y la equidad, el mercado y el Estado, irían inseparablemente unidos.

Ciudadano del mundo

Keynes era británico y defendió los intereses del Reino Unido cuando el liderazgo de la economía mundial pasó oficialmente a los Estados Unidos, cuando se diseñó el orden económico internacional de la posguerra en Bretton-Woods. A corto plazo, y en lo referente a las primeras reglas de juego, venció el representante del dólar. A largo plazo, quien convenció fue el representante de la razón. La sombra de Keynes es alargada y ha llegado hasta nuestros días. Propuso la creación de un fondo que sirviera para estabilizar los ingresos derivados de la exportación de los productos básicos y el fondo se terminó creando en los sesenta en el seno de la UNCTAD. Propuso la creación de una moneda realmente internacional y a fines de los sesenta aparecieron los Derechos Especiales de Giro, que van, sin llegar, en la dirección apuntada por Keynes. Propuso, en fin, un mundo en el que el rigor del mercado se compaginara con el calor de lo humano.

Hoy en día, cuando algunos pretenden recuperar la mano invisible en el paraíso perdido de un Adam dieciochesco (sin conocer, por cierto, sus “Sentimientos…”, y cuando otros siguen pensando que la respuesta está en la decimonónica obra, capital, sin duda, de un señor de Tréveris (olvidando, por cierto, que, para él, la naturaleza de la sociedad era la historia, el cambio), quizá sea útil recordar a quien, a principios del siglo XX, había visto que el mercado era buen siervo y mal amo, a quien ya entonces pensaba (y ésta fue su gran revolución) que la economía no vale nada si no está al servicio de la sociedad.

Cándido Pañeda, Catedrático de la Universidad de Oviedo

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